A los 15 años mi fe en Dios era lo que me sostenía. Estudiaba en un colegio católico y estaba en un grupo cristiano donde nos pusieron a escuchar una serie radial que se llamaba Diario de un niño que no nació, donde la supuesta voz de un bebé iba contando cómo se desarrollaba desde la concepción y terminaba el día en que la mujer se hacía una interrupción con la frase: Hoy mi madre me ha matado. Recuerdo que lloré escuchando ese programa.

La imagen que me vendieron de las que interrumpían el embarazo es que eran unas asesinas despiadadas que no querían ser mamás para andar puteando. Vengo de una familia que no era muy religiosa pero sí conservadora y había mucho control para comportarme como una “niña de puertas adentro”. “Cierre las piernas”, me repetían cuando me sentaba en la puerta de mi casa a ver jugar a los niños. Mucha represión y un control que no tenían con mis hermanos.
Desde niña, cuando me bañaba me decían enjuáguese bien ahí (señalando mis órganos sexuales), pero no se toque mucho. Nunca me explicaron nada ni de sexo ni de relaciones amorosas. Lo único que me hablaron de sexualidad fue cuando me vino la regla, que era normal y que de ahora en adelante debía “cuidarme” más, aunque no me explicaron qué implicaba eso. Incluso cuando me fui a estudiar a la universidad en otra ciudad mi papá y mi mamá lo único que atinaron a decirme fue: “Aquí no vengás con una panza”. Y yo ni novio tenía, era bien ingenua.
Al llegar a la universidad el mundo se me amplió, mi aula estaba llena de mujeres y hombres adultos que trabajaban y estudiaban. Recuerdo que viví mucho bullyng porque me miraban como una mojigata pueblerina a quien avergonzaban con pláticas de sexo.
Ahí me hice amiga de una chavala súper cristiana para quien su fe era el centro de su vida. Tenía un corazón bello, era solidaria y siempre andaba ayudando a otros, pero también era muy transgresora para la estricta religión que practicaba. Ella me ayudó a pensar en una relación con Dios diferente, no tanto basada en mandatos religiosos sino más espirituales.
Al pasar del tiempo, aquellas que me vulgareaban por mantenerme “virgen” se hicieron mis amigas y entonces conocí una cruda realidad. Todas crecimos con mitos del amor romántico, creíamos que debíamos sacrificarnos para poder ganarnos el amor de un hombre, y eso incluía no pensar en si queríamos o no tener sexo, pues eso era parte del “paquete” del sacrificio.

Como los hombres no querían usar condón y conseguir pastillas anticonceptivas era un gran colorón, las chavalas tenían sexo, salían embarazadas y se hacían interrupciones tan a menudo, que yo me dije, esto es como la regla, ¡les pasaba a todas! De un grupo de 10 amigas, ocho se habían hecho interrupciones al menos una vez en su vida. Yo las juzgaba en silencio pensando que eso les pasaba por andar de jalonas y porque no tomaban las medidas para evitarlo. No miraba que eran víctimas de un sistema machista que las obligaba a ceder siempre y cargar solas responsabilidades que debían ser compartidas.
Fue hasta que mi mejor amiga, la cristiana, tuvo un problema grave, que mis ideas cambiaron. Ella me contó que le gustaba un muchacho y que un día él la invitó a salir, pero en lugar de ir a una fiesta, se la llevó a un cuarto, y ahí, entre presiones y promesas de amor prácticamente la había violado. Nunca más volvió a salir con él después de eso.
De esa primera vez tan terrible para ella, además quedó embarazada. Atacada en llanto me dijo que ella no podía tenerlo porque no estaba preparada en ningún aspecto y su familia se iba a morir de la pena, que seguro la corrían. Me pidió acompañarla a un lugar a hacerse una interrupción y fue ahí donde yo cuestioné todo lo que me habían dicho, porque mi amiga no era ninguna asesina desalmada ni una irresponsable.

Sin dudarlo, recogimos reales entre varias y la acompañé a un sitio clandestino. Pero no se lo hicieron bien y le comenzó una gran infección. Fueron días horribles, pero al final una ginecóloga le hizo un legrado (le habían dejado restos) y con tratamiento logró salvar su vida. Yo mandé a la porra a la religión, y me quedé cultivando mi espiritualidad.
En carne propia
Cuando comencé a trabajar en una organización me topé con el feminismo. En las reflexiones me percaté cómo los mandatos religiosos me habían empujado a vivir mi sexualidad con culpa, a verla como pecado, a tener relaciones solo a veces con condón -porque la Iglesia lo prohibía- y siempre pensaba en lo que el hombre quería y no en lo que yo deseaba. Tomé conciencia de que los novios también violan porque yo tuve sexo sin quererlo muchas veces, y que en nombre del amor había aguantado celos, golpes y hasta amenazas de muerte porque me consideraban de su propiedad.

Una vez salí con un enamorado y me piqué, aunque no me gustaba mucho, siento que él se aprovechó de mis tragos de más y cuando me percaté estábamos teniendo relaciones sexuales sin protección. Luego pasó como un mes y medio y comencé a sentir unos antojos de cosas raras y un gran sueño. Fue hasta que una compañera de trabajo que me dijo, vos andás panzona, que yo decidí ir por primera vez en mi vida a una ginecóloga. Me mandó a hacerme una prueba de sangre y salió positiva.
Aunque en el momento yo ni dudé en que no continuaría con el embarazo, cuando se acercaba el momento me dio un ataque de llanto. Y ahí, con ayuda de mis amigas, me di cuenta del profundo daño de los mensajes culpabilizantes a las mujeres. Aunque yo creía tener conciencia de mis derechos, la voz de aquel programa de radio que me impactó en la adolescencia seguía punzando en el fondo de mi pensamiento. De hecho, le pedí a la ginecóloga que tras hacerme la interrupción me enseñara lo que había sacado: era sangre como de regla. Otra prueba más de que aquella imagen de un feto destrozado era mentira.
Y pensé en mi amiga que no tuvo el privilegio de hacerlo en condiciones seguras como yo. Entonces el famoso lema tuvo sentido para mí: Mi cuerpo es mío y yo decido. Aquel hombre en ningún momento pensó en mí, solo en su deseo sin importarle las consecuencias. Por eso yo tomé el control y fue un alivio total hacerlo. Además, me comprometí conmigo a nunca más tener sexo con mis tragos, por obligación o sin protección.
Han pasado los años y volví a acercarme a la religión porque me gustan los ritos colectivos, pero tengo claro que ninguna creencia está por encima de mis derechos. Siento que me sinceré con Dios sobre este tema y su silencioso abrazo interior fue suficiente. Platicando con un cura de avanzada me dijo que nadie debía juzgarme por lo que hice. Me recomendó ponerle nombre “al alma de ese ser”, explicarle por qué había tomado esa decisión, y si me salía, que le pidiera perdón. También me dijo que esa “alma” ya sabía lo que iba a pasar y había decidido vivir esa experiencia. Este ejercicio ya lo había hecho de otra manera recomendado por una sicóloga y me ayudó un montón a liberar culpas ligadas a las creencias religiosas.

Ahora vivo mi fe de forma diferente y me siento en paz con lo que hice. Estoy clara que este no es un problema moral, religioso o legal, es un asunto de salud pública porque en la desesperación muchas se hacen interrupciones en sitios inseguros, como mi amiga, y mueren por esa razón. Y no acepto que el Estado criminalice decisiones que yo tome sobre mi cuerpo, tampoco acepto comentarios de ningún líder religioso, que mientras juzga y condena a unas, calla frente a curas o pastores abusadores. Estas dobles morales me enferman. Decidir sobre nuestros cuerpos nos corresponde a cada una, no a la pareja, la familia, la religión o el Estado. Por eso digo, soy cristiana y en mi cuerpo yo decido.
Testimonio de una mujer cristiana y feminista nicaragüense